lunes, 28 de noviembre de 2011

CÓMO SER un buen docente - Román Reyes




El que un pensador vacile entre ideas que recíprocamente se excluyen –escribe Simmel en el lugar antes citado-, e incluso el que las haya reunido en “un” pensamiento, puede hablar contra él como personalidad psicológica o contra su capacidad de autocrítica; pero esto nada dice contra el hecho de que una de estas series de pensamientos contradictorios sea verdadera, o por lo menos importante.

Por eso no necesariamente es mejor profesor aquel que dice o cree saberlo todo. La totalidad más o menos extensa del sabio es un universo que cierra el interés propio y el inmediato. Ocupa, es cierto, un puesto culturalmente relevante. Pero es tan solo eso, un platzbesitzer, un platzhälter, aquel para quien lo importante es ocupar y ser dueño de un sitio.

Es, a mi entender, mejor docente aquel que, sabiendo dónde y cómo encontrar (e interpretar) las fuentes reales o posibles del conocimiento, sitúa al estudiante sobre un universo abierto. Sería un platzanweiser, quien se limita a señalar caminos explorados o por explorar que conduzcan a sitios provisionalmente estables. Quien libera al caminante para que diseñe por sí solo senderos alternativos, para que aprenda a trazar mapas que otros posteriormente copien.

La verdad es algo que se presiente un cuarto de hora antes del amanecer a un nuevo día, el tiempo de las generaciones venideras. Verdad es poder alumbrar caminos, tener la linterna con capacidad suficiente para proyectar sobre un fondo firme las sombras de las figuras que el foco capte en la penumbra.

Sistemas endogámicos, re-productivos. El hijo sigue, desde Platón, siendo obediente y emula a su padre. Los mayores tienen siempre liquidez. Por eso pueden ser reducidos al estado líquido. Pueden ser consumidos, aniquilados. Se es, por ello, lo que se come: aunque se tenga solo el saber –y el sabor- de lo comido. Saber sigue siendo, por ello, engullir. Transcurrido el tiempo uno se vuelve inapetente, como menos y se desarrolla aparentemente con más lentitud. Al adulto termina entonces por importarle más el ritual del consumo en tanto que objeto de consumo no superfluo, aunque arbitrario.


Lo otro se convierte así en la negación de uno mismo. Es lo expulsado, lo arrojado fuera, lo proyectado, lo producido. Pero termina uno reconociéndose en su producto, en su propia negación para volver a negarse a sí mismo. Negación de negaciones el ciclo se repite y la cultura, en consecuencia, se perpetúa… en la memoria de los pueblos vivos.

Qué hay entre las palabras y las cosas para que las palabras connoten cada vez menos. Cómo forzar una correspondencia imposible para que las cosas circulen y no nos engañe la ficción cuando lo único que circula son las palabras. Cómo, por tanto, poner cosas a los nombres, ya que no es ahora tiempo de seguir poniendo palabras a las cosas. Son estas recurrentes cuestiones las que ahora me (pre)ocupan, (pre)ocupándome asimismo de que mis oyentes/lectores se contaminen y reconduzcan, en su caso, sus monótonos estilos de vida.

Se supone que la precedente es la historia de alguien que ha creído haber hecho a lo largo de toda su vida solo Filosofía de las Ciencias Sociales. Pero, como Jesús Ibáñez sentenciaba en el citado texto, las ciencias sociales están escindidas desde la raíz (sociología/socialismo) a las puntas (orgánicos/críticos). Lo que no debe chocar, si es expresión de una sociedad escindida. El diálogo que no se produce del lado de la escritura, ¿se producirá del lado de la lectura? […] La sociología no formará conjunto mientras los orgánicos y los críticos no estén juntos.

Probablemente, a estas alturas de mi discurso, se me pueda aplicar el juicio que de sí mismo hacía E. M. Cioran en 1983: Quise ser filósofo y me quedé en aforista; místico, y no pude tener fe; poeta, y solo llegué a escribir una prosa poética bastante dudosa (El País Semanal, nº 344, 13.Noviembre.1983, p. 11). A estas alturas de mi discurso, una vez superada la simbólica barrera de los sesenta y cinco años, no me arrepiento de haber vivido al borde del abismo, como gustaba decir de mí la filósofa y poetisa Chantal Maillard. Saber vivir, a pesar de esa recurrente incertidumbre que, en mi caso, jamás neutralizó la utopía.

En el verano del 2000, organizado por el Colegio de Abogados de Madrid y dirigido a juristas, participo en un curso de la UCM en El Escorial. Hablé, porque ese era el título del curso, sobre Éxodo: Tragedia y esperanza de la Inmigración. Fue invitado también otro sociólogo, Joaquín Arango, valioso compañero y amigo de otros tiempos. Sin duda a ese compañero, que contaba –y era de esperar que bien- sus cuentas, le entendieron. El Decano de un Colegio de Abogados de cierta Comunidad Autónoma intervino, sin embargo, después de mi exposición solo para exteriorizar sus sentimientos: Oyéndole a usted, ¡que excelente actor ha perdido el Teatro Español!, dijo. Nunca supe si aquello era un reconocimiento a un oficio que se alejaba del suyo, que no había entendido nada, o que el destino de un a-típico profesor (como en su momento me catalogó Villapalos y como también lo había dicho de Agustín García Calvo o de Jesús Ibáñez, cóctel, por tanto, del que no me incomoda formar parte) no podía ser otro que el de terminar asumiendo pacientemente la representación del papel que la otra institución me encomendara, es igual que a continuación los estudiantes-espectadores se sintieran o no como lo estaban antes de escucharme. Y eso sí que es un grave problema que sigue pre-ocupándome.


*El texto anterior constituye el primer anexo al Curriculum/Historia/s de Vida de Román Reyes, publicado en el año 2008. Si quieres leer el texto completo, puedes encontrarlo AQUÍ.

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